viernes, 28 de mayo de 2010

Una lectura del Martín Fierro

Cuando le conté a una amiga que había aceptado ser parte del grupo de escritores que iban a leer El Gaucho Martín Fierro en Eterna Cadencia el 25 de mayo, ella tuvo una reacción abrupta. “No te puedo creer…” me dijo. “¿Por qué?” respondí. “Es terrible, no te puedo creer”. La propuesta telúrica la perturbaba. “¿No es mejor hacer una fiesta, emborracharse…?” Su reacción no me sorprendió. “Bueno, eso lo hacemos casi siempre…” dije. Yo también tenía mis dudas. Por abajo lo que funcionaba era la incomodidad de responder a un festejo que debía ser excepcional. No todos los días se celebran los doscientos años de la patria. ¿O en realidad se conmemora la revolución burguesa de mayo? Como fuere, la reacción esquiva de mi amiga me lo confirmó. Tenía que leer. Entonces me llegó por mail el fragmento que me tocaba. Era bastante. Lo empecé en voz alta y me aburrí. Pasó el fin de semana largo del 22, 23 y 24. La gente llenaba la 9 de julio. Llegó el 25, y, a las cinco de la tarde, mientras todos esperaban frente al televisor que reabrieran las puertas del Teatro Colón, salí para Eterna Cadencia.

Inmigrantes

La lista de lectores convocados para la lectura incluía, por un lado, intelectuales y escritores consagrados, firmas reconocidas como Ricardo Piglia, Abelardo Castillo, Horacio González, Ana María Shua y Silvia Iparraguirre. Por el otro, había gente más joven: Samanta Schweblin, Eduardo Muslip, Lucía Puenzo y Pablo Katchadjian. De la generación intermedia se vio a Guillermo Martínez y a Federico Andahazi. ¿Dónde estaban Pauls, Kohan, Guebel, Bizzio y Tabarovsky, por citar a algunos? ¿Ellos no leen el Martín Fierro en público? Parece que no. Una primera percepción del asunto: salvo por González, Castillo y Martínez, los apellidos de estos “oradores” no tienen nada que ver con el siglo XIX y la pampa húmeda sino con el siglo XX y la cultura urbana. Piglia es piamontés, Shua es judío, Iparraguirre es vasco, Schweblin es highlander, Muslip no tengo idea pero no parece muy gaucho, Puenzo suena a década del 80 y vuelta de la democracia, Katchadjian es armenio y Andahazi es húngaro.

Arribo

Cuando llegué a la librería la escena me descolocó. Primero, entré al mismo tiempo que Argentino Luna, el encargado –lo supe en ese momento– de cerrar la lectura. Luego, me encontré un grupo de personas en silencio, mirando sus ejemplares del poema de Hernández, escuchando y siguiendo a Vicente Battista que interpretaba en ese momento al Viejo Vizcacha. Yo había pronosticado un evento con movida en la puerta y adentro un tipo, agarrado al micrófono, recitando para sillas vacías. Me había equivocado. “El público se va renovando, ya deben haber pasado unas ciento cincuenta personas” me informó uno de los organizadores mientras me presentaba a Gabriela Larralde. Ella, planilla en mano, llevaba la contabilidad de las estrofas gauchas. La idea original había sido suya.

A cantar un argumento

Como es usual en Eterna Cadencia, el ambiente era distendido y agradable. Aparte de escuchar el gran poema de la gauchesca argentina, se podían ver libros, tomar chocolate caliente y comer tortafritas. Pasé al baño. Por el sistema de audio sonaba, asordinada, una vidalita. Cuando salí del baño comprobé, para mi desilusión, que la lectura no era en continuo ininterrupto y cronometrado. Patricio Zunini, que también leyó, agarraba el micrófono para anunciar un corte de diez minutos.

La goma gaucha

Federico Andahazi me precedió leyendo con mucha pulcritud y precisión. Lo envidié. Entre el público pasaba un telúrico mate. Muchos seguían el poema en sus propios libros. Creo que eso fue lo más valioso de la experiencia. La lectura grupal, si no continua al menos sostenida, de un texto común. ¿Por qué no se hace más seguido? ¿Por qué nos conformamos con poetas que leen sus poemas, por lo general breves –pero no tan breves– sin que nosotros podamos seguirlos en ninguna parte? Había algo medieval en el evento que me gustaba. Andahazi terminó y me senté. Leí haciendo algunos cambios en la métrica. Si hubiera sido un solo canto o dos, lo habría preparado. Pero como eran más, improvisé. Había llevado mi propio libro, una vieja edición que mi mujer le robó a un ex novio. In situ, descubrí que la métrica del poema parece flexible pero en realidad es como una goma que se estira y vuelve a su posición original. Me había tocado la parte en que Picardía habla del juego y de la política y describe como se articulan con la leva. Completé mi lectura como pude y terminé cansado. Me siguió Pablo Katchadjian.

Katchadjian

La convocatoria de Katchadjian para el evento era ineludible. En el 2007 publicó por IAP, sello del cual es editor, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Como el título lo explica, Katchadjian ordenó la Ida alfabéticamente. El resultado es asombroso. Su poema empieza así:

a andar con los avestruces:
a andar declamando sueldos.
a ayudarles a los piones
A bailar un pericón
a bramar como una loba.
a buscar almas más tiernas
a buscar una tapera,
a cada alma dolorida
A cada rato, de chasque
a cantar un argumento;

Modificaciones

Creada la expectativa, Katchadjian no decepcionó. Seguí su lectura en mi libro. Las variaciones que hizo fueron muy sutiles. Como le tocaba leer la parte de las cuartetas, sustituyó los segundos y terceros versos de algunas, muy pocas, por los segundos y terceros versos de otras. Al principio parecía que no pasaba nada. Y de repente saltaba el glitch. Incluso para una persona conocedora del poema, el salto era imperceptible si no se tenía el original a mano. Con el texto como guía, las alteraciones, que se percibían perfectamente, generaban dudas. ¿Dijo lo que dijo? ¿Mi libro está bien? Doy un ejemplo. La cuarteta 1005 dice:

El se daba muchos aires;
Pasaba siempre leyendo;
Decían que estaba prendiendo
Pa recibirse de fraile.

Pero Katchadjian leyó:

El se daba muchos aires;
Y sucede, de ordinario,
Tener que juntarse varios
Pa recibirse de fraile.

Es el resultado de la combinación de la cuarteta 1005 con la 1025. La 1025 dice así:

¡Todo es como pan bendito!
Y sucede, de ordinario,
Tener que juntarse varios
Para hacer un pucherito.

Pero en la lectura de Katchadjian dice:

¡Todo es como pan bendito!
Pasaba siempre leyendo;
Decían que estaba aprendiendo
Para hacer un pucherito.

Retuve dos o tres alteraciones como esta. Seguramente hubo más. Quizás sobre el papel la diferencia sea evidente. En la lectura oral, pasaban sin sobresaltos de ningún tipo. A diferencia de El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, estas modificaciones no son espectaculares. Resultan apenas un pequeño pero no por eso menos importante acto de subversión a la tradición poética argentina. ¿Qué nos está diciendo dice Katchadjian cuando logra reubicar versos sin alterar significativamente la percepción del poema? ¿Hasta qué punto son intercambiables los versos, elemento atómico del trabajo lírico, en el poema nacional? El sentido final, si lo analizamos, cambia. ¿Qué dice ese cambio? ¿Cómo quedaría el poema si Katchadjian lo reordenara íntegro? Todos modificamos un texto cuando lo leemos en voz alta. Algunas modificaciones –la voz demasiado aguda o grave, un error de dicción, incluso una carraspera o estornudo– alteran el texto desde lo accidental. Otras marcas resultan más enigmáticamente críticas. En el blog de la librería pueden verse algunas fotos del evento.