lunes, 5 de diciembre de 2011



Conocí a Sigfrid de un taller de crónica. Había venido desde Berlín a estudiar la expresiva crónica latinoamericana. Le interesaban sobre todo los mecanismos de exclusión. Durante las clases hablaba mal del periodismo europeo. “Ya nadie sale a la calle”, decía. Un día descubrió que en Once había un lugar donde las peruanas encargaban sus vestidos de novia. Me llamó por teléfono. Quería hacer una crónica. Así que lo acompañé al negocio en la calle Pasteur. Nos atendió una mujer petisa, muy amable. Un poco extrañada, preguntó quién era la novia y yo dije: “Nos casamos nosotros.” Sigfrid me miró sorprendido. “Lo amo y mi sueño es casarme de blanco”, agregué. Sigfrid no reaccionaba y la mujer respondió: “Desde luego.” No dudó un solo segundo. “Tenemos que tomar las medidas”, dijo y desapareció en la trastienda. “Me acabás de arruinar la crónica”, repitió Sigfrid dos veces. La mujer volvió con una sonrisa. “Estamos muy entusiasmados”, dije. Sigfrid resoplaba como un vikingo castrado. La mujer nos hizo pasar a un cuarto. Había otra mujer igual con un centímetro en el cuello. “¿Y si encargamos dos vestidos en vez de uno?”, pregunté. “Eso sería más raro”, respondió la primera mujer.
Sigfrid intentó seguir adelante y preguntó precios, mientras yo miraba fotos de vestidos clásicos. Algunos eran simples y hermosos. Finalmente, Sigfrid dijo “no puedo hacer esto” y se fue. “Está celoso”, expliqué. “Bueno, debe saber que usted va a tener toda la atención”, respondió la mujer del centímetro. “Es posible”, agregué. “Pasa todo el tiempo” dijo ella. “Vuelvan pronto”, dijo la otra. Las saludé con un beso y me fui.