miércoles, 13 de junio de 2012








Fragmento de mi diario del BAFICI_2012.

Sado de Homero Cirelli




Vuelvo a los cines del Abasto recién a las once de la noche. Más precisamente, 23.45. Entro a ver Sado de Homero Cirelli. Empieza con todo. Un porteño evoca la asunción de Cámpora en el 73 con un diario de la época. Enseguida, cita en gráfica blanca cobre fondo negro: “Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte”, Miguel de Unamuno. No es una cita genial, ni original, ni lúcida. Pero no me rebelo contra ella. La música, rudimentaria, abrasiva, extrañamente melódica, me seduce. Sado va a hacer del blanco y negro y los contrastes su ética. El diseño de sonido es uno de los puntos más altos dentro de una película que logra muchas cosas. La principal, retratar Buenos Aires desde un interior, marcando y recortando con probidad el afuera y el adentro, lo público y lo privado, sin subrayarlo, sin señalarlo, limitándose a ponerlo en la pantalla y disfrutarlo. Buenos Aires es sado, dice Homero. Pero nunca lo vas a ver directamente, nunca se va a comprobar, no hay imagen del latigazo, del moretón. Nuestra rutina está encapsulada pero afuera nos espera la ciudad. Sabemos todo sin acceder, sin presenciarlo. Hay goce en la privación, en espiar. Qué bello es eso. La película puede ser leída desde las dicotomías que ya presenta el blanco y negro, pero es mucho más. El personaje central es una dominatriz en su vida diaria. Nunca la vemos castigando a un cliente ni trabajando. La vemos en pantuflas y apenas escuchamos sus conversaciones telefónicas. “¿Tienes experiencia o no tienes experiencia?” Corte. “Este se quiere tragar su propia leche” le comenta a una amiga que la visita. Corte. La pantalla se llena con un noticiero de televisión que registra una manifestación en España. Los manifestantes son reprimidos con dureza por la policía. Los jóvenes resultan apaleados. Nos enteramos que la dominatriz se va a casar con un español que todavía está allá. También hablan por teléfono. Un pintor le da unos retoques al marco de una puerta. Se trata de señalar de blanco un pasaje. Afuera, ya en el balcón, pinta de negro los implementos de tortura que ella usa en su trabajo. Por el balcón asoma la cabeza onmipresente de la virgen de Santa Catalina de Sienna que queda sobre Viamonte. Si el dato no es exacto, el paisaje con seguridad pertenece al microcentro porteño. Otra escena: La dominatriz va al psicólogo. Pero no habla de su profesión. Apenas cuenta una anécdota. Habla muy por arriba de su vida. Casi no habla en realidad: Llega tarde, interrumpe la sesión para atender los llamados de sus clientes. Sado se transforma en una película de detalles, de planos cerrados, en un tratado sobre la felicidad en la intimidad, sobre el orden de lo privado y la vida doméstica. La dominatriz hace voces. Imita acentos, imita el porteño, imita el acento castellano, imita otras voces. Lo más cerca que la vemos de su práctica es cuando posa maquillada y vestida para una sesión de fotos. La trama sonora diseñada por el mismo Homero sigue puntuando las imágenes que se cortan cada tanto para mostrar la violencia real, también mediatizada por la distancia, es otro país, y la televisión, es otra pantalla.
Durante la proyección, unas filas adelante un hombre joven de voz extraviada comienza a hacer comentarios libidinosos y el público que lo rodea le pide que se calle. La situación continúa. Más comentarios, más pedidos de silencio. Me da la impresión de que los que chistan y reprimen no están entendiendo la película. Se me pasa por la cabeza que el que habla es el mismo Homero Cirelli, que viene a ver su película y no puede dejar de comentarla. Sobre el final se da una situación parecida pero desde la pantalla. Se abre un hiato con un salto al working progress. Los actores dejan de actuar y la dominatriz habla de verdad con el novio que está en España y le confiesa su sorpresa por un llamado que había recibido durante una escena. ¿Eras vos? ¿No eras? Los actores ríen y vemos que están en una set, que se distienden, aunque la cámara siguió filmando.
Pienso en el actor que comenta una escena, en el espectador que comenta la pantalla. Luego, en el registro civil de la calle Uruguay se continúa este hiato porque se registra el casamiento que es un acto legal y por lo tanto no es actuado. La escena me resulta documental, tanto o más que las emisiones televisivas de la violencia en España. En el final, con ojo de pez, se muestran con más detalle los implementos de tortura sexual que usa la dominatriz. Los vemos en reposo, fijos en estantes, esperando como armas en un comercio. Algunos son comésticos, una peluca, un antifaz, una máscara. Otros son activos, como un consolador o un látigo.
Cuando la película termina todavía me queda en la retina el virtuosismo de Cirelli. Impresiona la forma en que logra filmar Buenos Aires sin salir ni siquiera al balcón. Vemos Buenos Aires desde un adentro muy profundo. Desde las sombras hacia la luz, desde la oscuridad hacia la claridad. No hay sordidez. Una película que disfruté mucho más de lo que me gustó, y que me gustó mucho más de lo que estoy dispuesto a aceptar.