miércoles, 24 de julio de 2013

La conquista de Siberia



Javier Garat me entrevistó para la revista Cultra #20. 
Pusieron de titular "La conquista de Siberia". Me gustó.

¿Por qué te obsesiona el presente?

En el plano psicológico y traumático, quizás sea un efecto colateral de haber vivido mi educación sentimental los años 90, envuelto en ese persistente y absurdo discurso del fin de la historia. En un plano profesional, la diferencia entre el crítico y el académico es que el primero, con riesgo, debe plegarse sobre lo que sucede y le sucede como lector, mientras el académico puede abandonarse a objetos pasados y ya cerrado donde el trabajo es más cómodo y atemporal.


¿Cuáles consideras que son los peligros de hacer crítica sobre el presente?

Quedar como un idiota y que gente que no conocés, y jamás vas a conocer, vaya por la vida convencida de que sos un canalla, comentándolo en asados y reuniones. Pero peligroso es que se caiga un avión. Esto es, digamos, parte del ejercicio de una actividad.


En algunas entrevistas decís que las categorías de joven o nuevo, para hablar de literatura, no sirven ¿Qué categorías te interesan?

Heterosexual, católico, anodino, contundente, sintético, barroco, expresionista, esmerado, judío, sobreviviente, comemierda, anacrónico, perturbador, parásito, execrable, sensible, payaso.


¿Cuál es la relación entre tu ensayismo y tu ficción? ¿Cómo conviven?

Conviven mal. Probablemente termine siendo un ensayista que narra, o un narrador que cada tanto argumenta. Lo digo resignado porque lo veo como algo malo. Espero realmente dejar de escribir “ficción” en algún momento. Hay por lo menos quince escritores de mi generación que lo hacen mejor yo.


¿Cómo elegiste a los escritores de Los gauchos irónicos?

Escribí los nombres en unos papelitos, puse los papelitos en un gorro de lana y los saqué al azar.


¿Por qué te interesa la ironía?

Es una enfermedad horrible de la que me gustaría curarme, casi tan terrible como la homosexualidad.


¿Por qué elegiste escribir sobre lo que te gusta, proponiendo lecturas, en lugar de escribir en-contra-de?

Buena pregunta. El desafío es más intenso. Escribir “en contra de” es como ir al tren fantasma, te rías o te asustes, siempre te divertís. Escribir a favor es como intentar colonizar Siberia habiendo nacido en Caballito. Nadie lo hace. Nadie sabe si sirve. Sacar algo de ese suelo helado es muy complejo. No, mentira. Solo seguí mis lecturas y eso fue lo que salió. Ya habrá tiempo para señalar lo malo.


¿Cuál es tu actitud frente a la relación entre Internet y Literatura que describís en el ensayo del mismo nombre?

Internet y literatura dentro de algunos años van a ser lo mismo. Y mi ensayo no se va a entender. El título se percibirá como una receta de cocina donde hay que mezclar “huevo con huevo”.


¿Cómo sigue tu agenda?

El mes que viene presento, aparte de Los gauchos, El vampiro argentino, un novela que se publicó en España hace unos años y es un intento arrebatado de maximalismo tercermundista. Eso es “lo que sigue”. No llegó antes por el tema del cierre de la importación de libros y llega ahora. La trama es muy simple. Los nazis ganan la Segunda Guerra, dominan el mundo, Buenos Aires es la capital nacionalsocialista de Latinoamérica. Un vampiro comienza a matar militares y funcionarios succionándoles la sangre de forma bestial. Y claro, están los festejos del Bicentenario de la revolución, todos esos equívocos, mis obsesiones por los sistemas políticos totalitarios, por la fuerza, por las armas, por las literaturas nacionales. Es también la historia de un tipo que piensa mucho en un mundo donde todo indica que lo mejor es no pensar. Me rompí la cabeza para escribir esta novela, es larga, farragosa, compleja. Y me habría gustado –Dios lo sabe–, que fuera todavía más compleja. Pero, como dice Ellroy, escribir novelas largas, joder, es demasiado tiempo solo. Y estar solo tiene grandes ventajas pero también grandes desventajas. Hay que hacerlo con cuidado.






sábado, 20 de julio de 2013

Es impresionante la cantidad de material que se recicla sin permiso en la música pop y rock. Sorprende el escasísimo respeto que se tiene por la propiedad intelectual. Como me decía Isaac, tal vez quienes conjugan el verbo «plagiar» en primera persona no sean conscientes de la gravedad de sus actos, pero vivir sabiendo que has vendido como propio algo ajeno es, desde luego, poco castigo para quien por falta de talento o por escasez de ideas se rebaja a la utilización de semejantes artimañas. Escuchar, copiar, cambiar, adornar… y vender.



Plagio/ rock/ Discos Ricky

http://www.jotdown.es/2013/07/los-20-plagios-musicales-mas-sangrantes-del-siglo-xx-ii/



























jueves, 18 de julio de 2013

Una crítica para la nueva literatura argentina

"Lo malo de los críticos literarios, además de que existan, es que realmente se creen con derecho de tirar frases como quién es más interesante o menos interesante. Un poco de humildad, no sos nadie como para decir qué es o no es interesante. Eso lo deciden los lectores". La frase, publicada como comentario de un lector la semana pasada en este mismo espacio, ofrece algunas puntas para pensar las relaciones entre crítica y literatura. Si matizamos la bravata, en la que se esconde el deseo de una relación pura (y por eso mismo imposible) entre texto y lector, se puede desprender de ella una primera idea interesante: que la disputa por establecer qué vale la pena leer sigue siendo intensa, al punto de proponer la extinción de los críticos literarios. Pero también presenta algunos obstáculos. Por un lado, la definición, siempre esquiva, de qué es exactamente un crítico literario. Y por el otro, la del modelo de crítico al que apunta el encolerizado comentarista. ¿Será el de Poe, Baudelaire, Benjamin? ¿El de un Nabokov, un Sartre, un Todorov? ¿O el de un Connolly, un Barthes, una Sontag?
Lo que el comentarista prefiere olvidar, o pasar por alto, es que un crítico es, sobre todo, eso: un lector. Hay algo profundamente antiintelectual en sobreimprimir a la figura del crítico la de un censor, o un mero administrador de bienes simbólicos. Porque cuando el crítico es bueno, y todos los mencionados arriba lo son, sus textos funcionan en un sentido contrario: componen un discurso que habilita (por la vía de la argumentación lúcida o de la taxonomía arbitraria) lecturas nuevas, que pone a disposición de un público amplio obras hasta entonces desconocidas o poco visitadas.
Hay algo profundamente antiintelectual en sobreimprimir a la figura del crítico la de un censor, o un mero administrador de bienes simbólicos
Habría que decir, de todas maneras, que los deseos del comentarista no están lejos de hacerse realidad. El del crítico es un oficio en extinción, o al menos en retirada, abrasado por el poder de la mercadotecnia, el gacetilleo y el discurso omnívoro de las redes sociales. Una tarea ciertamente demodé. Lo deseable hoy por las reglas de etiqueta de la industria editorial es convertirse en escritor o, en su defecto, en editor.
Es por eso que hay que leer en su justa medida la provocación de Juan Terranova (Buenos Aires, 1975) cuando afirma que una buena crítica es, en la actualidad, más importante que cualquier novela. Porque en un contexto en el que todo el mundo escribe y publicar nunca fue tan fácil, lo verdaderamente necesario sería dedicarse a la tarea, más ingrata y trabajosa, y peor remunerada, de la crítica literaria. Para ejemplificar su sentencia, Terranova (que antes publicó algunas novelas irregulares y unos pocos libros de cuentos notables) escribió el libro de ensayos Los gauchos irónicos. Inteligente (cierta vez un escritor mayor le dijo, al final de un almuerzo: "pero vos sos mucho más inteligente que tu personaje público"), sagaz, perceptivo, siempre atento a lo que palpita a su alrededor, sea la literatura reciente o los discursos generados por las nuevas tecnologías, con este volumen Terranova decidió ocupar un espacio vacante: el del crítico de la nueva literatura argentina. La tarea había sido emprendida de una manera ambiciosa y fallida por Elsa Drucaroff (enLos prisioneros de la torre), y mucho más interesante, aunque no programática, por Beatriz Sarlo (en Ficciones argentinas. 33 ensayos). En el prólogo de los artículos reunidos en No Leer, el chileno Alejandro Zambra (Santiago, 1975), que después se convertiría en un novelista exitoso del catálogo de Anagrama, confiesa haber sentido "el temor de convertirme en el crítico literario de mi generación". Con este libro, Terranova parece reírse del miedo zonzo e infantil de Zambra. Y, en un mismo movimiento, ofrece un recorte de lo más destacado de la nueva producción ficcional argentina e ingresa de lleno en el campo de la crítica profesional. Es cierto que hay un sentido de la oportunidad en este correrse de un lugar central a uno marginal, del lugar del escritor con obra al del lector profesional (escritores hay muchos, críticos casi ninguno); pero también hace falta una buena dosis de generosidad para invertir inteligencia y energía en la obra de los contemporáneos.
El del crítico es un oficio en extinción, o al menos en retirada, abrasado por el poder de la mercadotecnia, el gacetilleo y el discurso omnívoro de las redes sociales
¿Cuáles son los autores elegidos por Terranova en su libro? ¿Quiénes están escribiendo lo que, según él, es la literatura argentina más renovadora y estimulante? Los tres primeros que aparecen, y el gesto no parece gratuito, son poetas y narradores de provincias como Córdoba o Chaco: Luciano Lamberti, Carlos Godoy y Carlos Busqued. Habrá un tercer cordobés, Federico Falco, al que que se sumarán los nombres de Mariano Dorr, Pablo Katchadjian, Félix Bruzzone, Pola Oloixarac e Iván Moiseeff. El análisis de sus obras es exhaustivo y argumentado, y tiene la potencia expositiva de los mejores momentos del Terranova narrador. El libro se completa con otras tres intervenciones: una en la que analiza el sentido de la proliferación de antologías de nuevos narradores, otra en el que reflexiona sobre el concepto de "lo joven", y otra titulada "Internet y Literatura". Allí, Terranova se pregunta por la posibilidad de que pueda surgir un lenguaje literario de las redes sociales y las nuevas tecnologías. No es casualidad que el ensayo (y el libro) cierre con esta afirmación: "La última palabra la tendrán los críticos. En ellos, en esa figura siempre opaca -y hoy incluso maldita- recaerá a futuro, aunque ya podríamos pensar en el presente, la separación de lo que vale la pena ser leído y preservado de este marasmo pegajoso".
Imaginamos el rechazo que habría generado Los gauchos irónicos al ser evaluado por cualquiera de los grandes sellos comerciales. ¿Cómo publicar un libro que señala que lo más destacado de la nueva literatura circula a través de editoriales independientes o marginales (o, lo que es lo mismo, que pone en evidencia los desaciertos de los editores mainstream a la hora de rastrear la producción de nuevas ficciones en la Argentina)? El volumen lo publicó finalmente Milena Caserola. Fiel a su percepción del poder de la web, Terranova decidió también colgarlo de forma gratuita. Acá se lo puede leer completo..

martes, 16 de julio de 2013


domingo, 14 de julio de 2013

La mirada de Racioppi



Desde lo inicios de la modernidad la imagen sufrió a manos de la tecnología un movimiento de flujo y reflujo, ilusión y caducidad, decepción y amenaza. Antes, Platón había hecho dudar a Sócrates sobre la conveniencia de escribir, dejando deslizar cierta paranoia sobre el poder que surgía al fijar las palabras en escritura. Más allá de Gutenberg y la imprenta, la historia de la imagen y su soporte registra todo tipo de desconfianzas y tensiones similares, quizás más vertiginosas. Baudelaire acuso a la fotografía de paralizar al grabadista, aunque luego posó para una de los retratos más sugerentes de Gaspard-Félix Tournachon, más conocido como Nadar. El cine fue recibido como la revolución que, en un mismo movimiento, llegaba para unir narración e imagen y abolir las artes obsoletas del siglo XIX. ¿Quién iba a leer o contemplar un cuadro si podía ingresar por centavos en una sala y dejarse maravillar por el espectáculo de lo vivo? Algunas décadas más tarde, la televisión irradiada hacia los aparatos privados de la década del 50 fue señalada como verduga del cine. Los adelantos técnicos no se interrumpieron. Llegó el VHS para desafiar a la TV. Y después la TV por cable para cortar la relación de complicidad con la videocasetera. Y hubo más. El DVD. La conexión a banda ancha. El HD. Y mientras todos estos gadgets sumaban espacio y ampliaban nuestra percepción, los paralizados grabadistas de Baudelaire no se detuvieron en ningún momento. Hoy un videoclub –todavía existen– resulta más anacrónico que la pintura de caballete y los espectadores siguen llenando las salas de cine. Algo nos está diciendo esta proliferación tecnológica que parece no matar o cesantear, como quisieran algunos agoreros y ya infantiles teóricos del arte, sino multiplicar, sumar y apilar los soportes.
Frente a este movimiento enigmático, los artistas se sumaron al desafío de entender y hacer productivos estos nuevos lenguajes. Desearon el futuro, construyeron fetiches inéditos, empujaron las barreras de las formas, muchas veces reeditando viejos prejuicios y otras tantas abriendo el mundo a “lo nuevo”. Así nacieron las vanguardias. Otros, conservadores, decidieron ignorar el canto de sirenas moderno y continuaron autonomizados, trabajando en soledad, con el deseo oculto o explícito de pertenecer a épocas pasadas, de ser otros en otra parte. En este juego dicotómico de préstamos, abusos y tensiones, hubo un tercer grupo que no abandonó los límites de las herramientas heredadas pero, al mismo tiempo, en el uso privado de sus materiales, tomó nota del paso del tiempo, del encuentro, gracioso o furibundo, entre el arte y las máquinas. Este tercer grupo opuso técnica a tecnología, y le plantó una mirada activa a la histeria por la novedad y reaccionó al mismo tiempo contra la duermevela conservadora. Julio Racioppi perteneció a ese tercer grupo. En sus cuadros, juega a mirar como podría hacerlo una cámara fotográfica. Las escenas son, entonces, arquitecturales, realistas, muchas veces fragmentarias. Haciendo pasar nuestros ojos por la lente formalizadora antes de llegar al cuadro, el artista nos separa de toda ingenuidad y se vuelve contemporáneo de sí mismo. Como si tomara a la cámara por atrás, Racioppi asume el mundo moderno, nuestro imaginario curado por el estatismo visual, y le da una nueva dimensión asordinada. Mucho de su respuesta está en qué elige pintar. Oximorónico, nos ofrece la belleza incidental de la instantánea meditada. Autos, esquinas, edificios, paisajes degradados o pujantes, naturalezas muertas que son, en realidad, visiones cotidianas extrañadas. En este upgrade temático, el trabajo con las texturas y la luz, con la síntesis y las perspectivas, se presenta como el aporte central de su lirismo urbano. Sobriedad y precisión, y también una paleta de colores tenues, sin estridencias, que nos habla de un mundo vertiginoso o monótono donde hay que buscar y hacer valer los contrastes y las ausencias. Subjetivamente me da la sensación de que en los cuadros de Racioppi siempre está amaneciendo o atardeciendo. El sol es nuevo o cansado, los personajes, parcos, se desperezan, comienzan los primeros ruidos después del reposo o llegan las sombras. Todos los detalles conforman un universo neurótico, que al ser retratado se vuelve íntimo, amistoso, reconocible. Es ahí donde se identifica, se presenta, con melancólica seguridad, el gran personaje de Racioppi, la Ciudad de Buenos Aires, el paisaje atesorado de un pintor todavía oculto que retrata con pasión única y singular nuestra más palpable rutina.

sábado, 13 de julio de 2013

"Para Terranova el Logos es el lenguaje como principio que determina las prácticas, los hábitos, los sujetos de esos hábitos y la estructura del mundo en cuanto emplazamiento, escenario, de esos hábitos. El Logos no se confunde con cada una de sus inflexiones, pero las incluye virtualmente. Desde un punto de vista ontológico el Logos es el sujeto formal de una historia que consiste en el despliegue de sus posibilidades a través de la materia a la que da forma: la masa. Y el ritmo y las etapas de esta historia están determinados por el hiato entre las posibilidades indeterminadas del Logos y el estado de desarrollo de la tecnología; es ésta última la que activa en la masa el potencial para recibir una nueva forma. Desde este punto de vista el lenguaje como Logos es autónomo. Los cambios tecnológicos no lo afectan a él, sino a la materia en la que éste se actualiza: como si por medio de un dispositivo electrónico hiciéramos que nuestros receptores neuronales correspondientes al sentido del oído recibieran estímulos originados en la frecuencia de las ondas lumínicas."



http://www.revistaluthor.com.ar/spip.php?article75